lunes, 8 de agosto de 2011

Martín Prieto



En el ómnibus

Cinco monedas de diez en la mano
hasta antes de ayer ocupada
en oficios,a la vista de los callos, metalúrgicos,
desocupada hasta ayer y desde hoy subocupada
en una actividad más perecedera que humillante,
mientras en el Palacio Vasallo
los que ocupan sus bancas discuten la inconveniencia
de que haya, en los ómnibus, guardas:
"tarjetas magnéticas" dicen unos
y los otros "que corten boletos los colectiveros",
y otros "que log negro vayan a trabajá a gamba"
"¿o no se hicieron, acaso, revoluciones a pie?"










En el banco, cobrando el sueldo de profesor universitario


En el subsuelo del banco de la provincia,
profesores universitarios
como caras de una multitud pintadas
por la mano de un pintor naturalista
que decidió darles, a las menos,
el brillo singular de la inteligencia,
a las más, el gesto adusto del empeño
y de la buena voluntad.
El fondo de la tela, la base, cubierta
de caras incompatibles con el oficio
y con la profesión.





Es la primera vez que hablo en horas.


No había dicho nada
cuando me llamaron por teléfono para avisarme
que la loca se había muerto. Tampoco

dije nada en el viaje de dos horas
con la vista atravesando
el vidrio polarizado de la ventanilla,
mirando de a uno los mojones del camino, "224", "193",
preguntándome cuál de todos los muñequitos
habrá sido el último en ver,
si es que la loca venía, como yo,
atravesando el vidrio con la vista
y no leyendo una revista cualquiera,
el diario, o durmiendo después de una noche
de esas en las que nadie duerme medianamente bien,
por el calor, o por el zumbido
de las paletas del ventilador, o por la falsa virtualidad del ambiente refrigerado.


Tampoco había dicho nada cuando
el covani de saco azul me dió la mano
ni cuando me la dió la covani de blanco
que la iba de enfermera
pero que era de la compañía de seguros.

Tampoco dije nada, ni "mú", cuando el otro,
un hombre negro de cejas rubias, radiantes,
haciéndome pasar bajo un cartel inmenso y colorado
que decía, justo, "no pasar",
abrió algo así como un fichero sin proporción
y con ojos de "yo he visto peor"- y si había visto peor
lo había visto realmente todo, el universo absoluto-
me preguntó si era ella.

Nada, tampoco dije nada
cuando eso que una vez había sido su hermano,
tambaleante en la oscuridad de uno de los pasillos
a la salida de la morgue
trató de sostenerme en un abrazo
ni cuando la otra,
la que sería la cuarta, la décima nueva mujer
de eso que una vez había sido su hermano
me acarició la nuca y a la distraída
pero intencionadamente la base de la oreja.

Tampoco nada había dicho al mediodía
cuando vinieron a buscarme y me sorprendí
de que los árboles estuvieran, como siempre,
con las copas altas hacia el cielo.

Por eso cuando como un latigazo brillante
sobre el anca de un caballo negro
como, propiamente, la noche,
estalló el rayo sobre el tanque de agua
de San Pedro, y miré entonces hacia el cielo
y dije "parece que va a llover",
fue como si el mundo, no sólo el planeta Tierra,
sino también el sistema solar,
éste, el que todos creemos conocer
y también esos otros que dicen, simétricos,
se expanden vaya uno a saber
en qué vericuetos de la imaginación científica,
el mundo entonces, detenido desde que sonó el teléfono
y esa turra me preguntó si yo era quien era
para mandarme después el baldazo de mierda y sangre
se hubiera, ahora,
de un modo perceptible, torpe, mecánico,
a trac mover de trac, trac, nuevo,
y entonces el que está a mi lado
mira también hacia el cielo
y aprovechado de mi locuacidad
me apoya una mano en la pierna, sobre la rodilla,
y me dice, "yo te voy a ayudar".

Claro: vaya uno a saber si es verdad que se ayuda,
y si es verdad, cómo,
pero qué noble esa mano sobre la rodilla,
y qué noble el mundo en detenerse
y qué noble en volver a girar.




Preludios


8- Era tirar la línea al agua y sacarla con un golpe de muñeca para que el balde se fuera llenando de mojarras; después, era ingresar en la modesta mitología de lo exagerado: 87, 153, 350. Pero antes, entre una cosa y la otra, era la poderosa sensación de que un ser desprovisto de conciencia, insensible al dolor, había, flap, mordido la lombriz que vos como un tejedor experto, habías enhebrado en la agujita doblada. Allá, una, embarazada como un corcho de champagne, tomaba sol con los pies en el agua y otro contaba cuánto cobraba el cura del pueblo por celebrar una boda. Cuerdas pulsadas por nadie y para nadie, en una tarde de calor.

*

10- El relámpago de la juventud se apagó justo cuando te escribía una carta que no te mandé. La carta era imperial: hablaba de un tanque australiano donde nos habíamos bañado un verano y de las flores blancas y amarillas de unos nenúfares que se enredaban en tu pelo y volaban como si fuesen marionetas de mariposas cada vez que vos movías la cabeza para sacártelas de encima –y no se iban. ¿Por qué te escribí? ¿Por qué terminó la tormenta que parecía que iba a durar para siempre? ¿Por qué una cosa sucedió mientras sucedía la otra? Envejecí escribiéndote una carta cuya único objeto era retratarte como fuiste una vez y por cada célula tuya que lograba inmortalizar se moría una mía, una mía se moría, se moría.

*

11- Compro velas para mi santuario personal para, cada mañana, rezar porque mi vida sea, no una felicidad de más, sino un desastre de menos. La chica que vende velas se llama Laura Sandoval. Dice que nunca comió con velas y yo no sé si me lo dice porque me está dando una información de la que yo puedo prescindir en los próximos 50 años, o porque quiere que la invite a cenar a las luz de las velas. Algo de ella me dice que lo primero es la verdad; algo mío me dice que lo segundo es más verdad. Prendo una vela por Laura Sandoval, porque ella ha activado el motor oxidado de la duda.

Nota:Nació en Rosario en 1961. . Tiene publicados los libros de poesía Verde y blanco, La música antes, Los temas de peso, Baja presión, entre otros. Es director del Centro Cultural Parque de España. Perteneció al staff de Diario de Poesía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario